Un excelente artículo de César Hildebrandt
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El doctor Alan García vive una secreta película de horror. Odia soñar, por ejemplo, porque cuando sueña una turba de cadáveres lo persigue y él está en una isla y no sabe dónde esconderse y Agustín Mantilla no viene en su auxilio.
Son los cadáveres de las prisiones.Pero no son los únicos, de ninguna manera.A veces el doctor García se está afeitando y el espejo le devuelve una imagen que no es la suya, un rostro cubierto del liquen que impregna las rocas marinas.
¿Será la cara de Robinson Martín Silva Mori, dirigente estudiantil de la universidad de Huacho asesinado por un comando policial enmascarado en 1987?
¿O será el rostro de José Ignacio Garnelo Escobar, detenido en San Martín de Porres en 1987, torturado y liquidado con un tiro en la sien, como lo probó el protocolo de la autopsia?
¿O acaso será esa cara la de Hugo Bustíos Saavedra? ¿O la de Delfín Ortiz Serna? ¿O la de Armando Huamantingo? ¿O la de María Zavalaga? Porque todos ellos fueron ejecutados extrajudicialmente por el comando Rodrigo Franco, dirigido desde el ministerio del Interior aprista.
A veces el doctor García está malcitando a Vallejo en una sobremesa y, de pronto, se detiene y cambia de mirada y todos respetan ese desvarío. Pero lo que le pasa al doctor García es que, por alguna razón, en pleno parafraseo audaz del pobre Vallejo, justo cuando más se estaba luciendo para impresionar a la señora que ha decidido sustraer, se le aparece un batallón de campesinos inmortales cantando la misma canción que estaban entonando minutos antes de ser ametrallados.
No, no son los de Cayara ni los de Accomarca. A esos el doctor García ha logrado ahuyentar tomando el brebaje para olvidar que prepara Carlos Enrique Melgar (y que un día, para su felicidad, tomó en exceso). No, esa infantería de insepultos podría provenir de Umaru, Bellavista, Parcco, Pomatambo, Santa Ana, Pampamarca, Chumbivilcas o Calabaza, lugares donde ocurrieron sendas masacres de campesinos “sospechosos” a manos de las fuerzas del orden del primer gobierno aprista.
En Pucayacu dos comuneros fueron obligados a cavar sus tumbas antes de que las balas los alcanzaran. En San Sebastián, otra comunidad ayacuchana, siete viejos moradores acusados de colaborar con Sendero fueron degollados por el ejército. En Bellavista, una fosa común con 14 cadáveres frescos fue encontrada el 19 de noviembre de 1985.
Cuando Gustavo Mohme y Javier Diez Canseco investigaron la matanza de Cayara, la conclusión fue que el responsable de tanta vileza era el jefe político militar de la zona de emergencia de Ayacucho. García defendió oficialmente a los asesinos diciendo: “No podemos colocarlos permanentemente en el foco del escándalo o desalentarlos con insultos”. Es decir, hizo en 1985 lo que ahora sólo ratifica con su promiscua relación con el fujimorismo.
Eso no es todo. El valiente, el histórico fiscal Escobar, supo después, por boca de un coronel, que quien ordenó borrar toda huella judicialmente servible para el proceso sobre Cayara fue el mismísimo Alan García.
¿Con ese prontuario, cómo no querer salir corriendo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos? ¿Cómo no aliarse con Rafael Rey, Alberto Fujimori, Carlos Raffo para ese propósito?El doctor García es como el doctor Procopio: tiene su cementerio propio.
Esta columna ha sido elaborada con los datos aparecidos en el diario Liberación el 18 de junio del 2001. Se trata de un artículo firmado por Mariella Patriau y nutrido por un informe lapidario de APRODEH, una de las ONG que hoy está sometida a la dictadura “legal” del gobierno.
El doctor Alan García vive una secreta película de horror. Odia soñar, por ejemplo, porque cuando sueña una turba de cadáveres lo persigue y él está en una isla y no sabe dónde esconderse y Agustín Mantilla no viene en su auxilio.
Son los cadáveres de las prisiones.Pero no son los únicos, de ninguna manera.A veces el doctor García se está afeitando y el espejo le devuelve una imagen que no es la suya, un rostro cubierto del liquen que impregna las rocas marinas.
¿Será la cara de Robinson Martín Silva Mori, dirigente estudiantil de la universidad de Huacho asesinado por un comando policial enmascarado en 1987?
¿O será el rostro de José Ignacio Garnelo Escobar, detenido en San Martín de Porres en 1987, torturado y liquidado con un tiro en la sien, como lo probó el protocolo de la autopsia?
¿O acaso será esa cara la de Hugo Bustíos Saavedra? ¿O la de Delfín Ortiz Serna? ¿O la de Armando Huamantingo? ¿O la de María Zavalaga? Porque todos ellos fueron ejecutados extrajudicialmente por el comando Rodrigo Franco, dirigido desde el ministerio del Interior aprista.
A veces el doctor García está malcitando a Vallejo en una sobremesa y, de pronto, se detiene y cambia de mirada y todos respetan ese desvarío. Pero lo que le pasa al doctor García es que, por alguna razón, en pleno parafraseo audaz del pobre Vallejo, justo cuando más se estaba luciendo para impresionar a la señora que ha decidido sustraer, se le aparece un batallón de campesinos inmortales cantando la misma canción que estaban entonando minutos antes de ser ametrallados.
No, no son los de Cayara ni los de Accomarca. A esos el doctor García ha logrado ahuyentar tomando el brebaje para olvidar que prepara Carlos Enrique Melgar (y que un día, para su felicidad, tomó en exceso). No, esa infantería de insepultos podría provenir de Umaru, Bellavista, Parcco, Pomatambo, Santa Ana, Pampamarca, Chumbivilcas o Calabaza, lugares donde ocurrieron sendas masacres de campesinos “sospechosos” a manos de las fuerzas del orden del primer gobierno aprista.
En Pucayacu dos comuneros fueron obligados a cavar sus tumbas antes de que las balas los alcanzaran. En San Sebastián, otra comunidad ayacuchana, siete viejos moradores acusados de colaborar con Sendero fueron degollados por el ejército. En Bellavista, una fosa común con 14 cadáveres frescos fue encontrada el 19 de noviembre de 1985.
Cuando Gustavo Mohme y Javier Diez Canseco investigaron la matanza de Cayara, la conclusión fue que el responsable de tanta vileza era el jefe político militar de la zona de emergencia de Ayacucho. García defendió oficialmente a los asesinos diciendo: “No podemos colocarlos permanentemente en el foco del escándalo o desalentarlos con insultos”. Es decir, hizo en 1985 lo que ahora sólo ratifica con su promiscua relación con el fujimorismo.
Eso no es todo. El valiente, el histórico fiscal Escobar, supo después, por boca de un coronel, que quien ordenó borrar toda huella judicialmente servible para el proceso sobre Cayara fue el mismísimo Alan García.
¿Con ese prontuario, cómo no querer salir corriendo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos? ¿Cómo no aliarse con Rafael Rey, Alberto Fujimori, Carlos Raffo para ese propósito?El doctor García es como el doctor Procopio: tiene su cementerio propio.
Esta columna ha sido elaborada con los datos aparecidos en el diario Liberación el 18 de junio del 2001. Se trata de un artículo firmado por Mariella Patriau y nutrido por un informe lapidario de APRODEH, una de las ONG que hoy está sometida a la dictadura “legal” del gobierno.
Fuente: www.laprimera.com.pe
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