Lo típico, y característico de la Política Yankee.
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El congreso de los Estados Unidos –EE UU– acaba de aprobar una ley que autoriza la creación de tribunales militares para juzgar a terroristas o “combatientes enemigos ideales” –como de manera eufemística los denomina– que atenten contra su territorio y sus ciudadanos. Y asimismo abole el hábeas corpus para tales prisioneros. Aún antes de gestar esa norma, el gobierno norteamericano ya había usado tribunales sin rostro en la base de Guantánamo –ubicado en la isla de Cuba– para procesar a afganos e iraquíes detenidos por sospechosos de terrorismo. La ley en cuestión autoriza al FBI, la CIA y al Departamento de Justicia a aplicar “preguntas especiales” para interrogar a presuntos terroristas sin que se consideren actos de tortura, a menos que el presidente norteamericano los califique de tales.
En consecuencia, nos preguntamos: ¿con qué desparpajo e impertinencia el republicano Departamento de Estado –a través de sus entonces vocingleros embajadores en el Perú, Dennis Jett y John Hamilton– despotricó contra la decisión soberana de nuestro país de crear tribunales militares para procesar a los terroristas nacionales –o internacionales– que participaron en el infierno desatado por Sendero Luminoso y el MRTA? No olvidemos que a comienzos de este siglo, cuando EE UU le bajó el dedo a Fujimori –hasta entonces aliado y confidente de Montesinos– el Departamento de Estado inició una virulenta guerra mediática –contratando inclusive abogados, medios escritos y oenegés– para evadir el aparato judicial antiterrorista que adoptó el Estado peruano para defender a su sociedad. Pero en rigor, la actitud de EE UU no sólo defendió su impertinencia, en aquel tiempo “se sentía amenazado” por la sentencia que recaía contra una confesa emerretista norteamericana –Lori Berenson–, quien a fines de los noventa se incorporó a las filas del MRTA decidida a liquidar el estado de derecho en el Perú a través del uso de las armas, con el objetivo de nada menos que la captura por la fuerza del recinto de nuestro Congreso.
Fue así como la comisión del Departamento de Estado –contra el sistema judicial antiterrorista del Perú– consiguió la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos-CIDH, pulverizando los tribunales especiales establecidos por nuestra nación para enfrentar al terrorismo. Y como consecuencia, el Perú tuvo que volver a procesar tanto a los terroristas entre los que estaba Berenson como al resto de la cúpula subversiva, empezando por Guzmán Reynoso y Polay Campos. Aunque esa vez fue con jueces comunes, y ya no por tribunales militares como ahora en EE UU, porque ahora las papas le queman al Tío Sam, como hace veinticinco años le sucedió lo mismo al Perú. Dicho sea de paso, EE UU –por ser la primera potencia del planeta– no está adscrito al pacto de San José, y por tanto a la sentencia de la CIDH, aunque aplicada con entusiasmo para países como el Perú. Eso sólo puede ser visto como un doble estándar, el característico recurso del prepotente y abusivo.
En consecuencia, nos preguntamos: ¿con qué desparpajo e impertinencia el republicano Departamento de Estado –a través de sus entonces vocingleros embajadores en el Perú, Dennis Jett y John Hamilton– despotricó contra la decisión soberana de nuestro país de crear tribunales militares para procesar a los terroristas nacionales –o internacionales– que participaron en el infierno desatado por Sendero Luminoso y el MRTA? No olvidemos que a comienzos de este siglo, cuando EE UU le bajó el dedo a Fujimori –hasta entonces aliado y confidente de Montesinos– el Departamento de Estado inició una virulenta guerra mediática –contratando inclusive abogados, medios escritos y oenegés– para evadir el aparato judicial antiterrorista que adoptó el Estado peruano para defender a su sociedad. Pero en rigor, la actitud de EE UU no sólo defendió su impertinencia, en aquel tiempo “se sentía amenazado” por la sentencia que recaía contra una confesa emerretista norteamericana –Lori Berenson–, quien a fines de los noventa se incorporó a las filas del MRTA decidida a liquidar el estado de derecho en el Perú a través del uso de las armas, con el objetivo de nada menos que la captura por la fuerza del recinto de nuestro Congreso.
Fue así como la comisión del Departamento de Estado –contra el sistema judicial antiterrorista del Perú– consiguió la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos-CIDH, pulverizando los tribunales especiales establecidos por nuestra nación para enfrentar al terrorismo. Y como consecuencia, el Perú tuvo que volver a procesar tanto a los terroristas entre los que estaba Berenson como al resto de la cúpula subversiva, empezando por Guzmán Reynoso y Polay Campos. Aunque esa vez fue con jueces comunes, y ya no por tribunales militares como ahora en EE UU, porque ahora las papas le queman al Tío Sam, como hace veinticinco años le sucedió lo mismo al Perú. Dicho sea de paso, EE UU –por ser la primera potencia del planeta– no está adscrito al pacto de San José, y por tanto a la sentencia de la CIDH, aunque aplicada con entusiasmo para países como el Perú. Eso sólo puede ser visto como un doble estándar, el característico recurso del prepotente y abusivo.
Tomado del Diario Expreso
www.expreso.com.pe
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Luis García Miró
politica@expreso.com.pe
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